martes, 11 de abril de 2017

Cefalópodos

Ver aquí el artículo publicado en la web del Periódico.

Me cruzo con una imágen en la televisión. Alguien canta. No desentona, pero no me gusta. Le aplauden y le dicen que tiene mucho talento. Todo el público que está encerrado en mi tele parece muy entusiasmado con la actuación. Te mereces tener éxito en el programa, le dicen. Éxito. Se da por hecho que todo el mundo entiende lo mismo cuando se lanza una frase sujeta a este concepto. Es unívoco. Uno, grande y libre. Conseguir más, ser el mejor. No derramar el café, que mi hija sonría al verme, que los vaqueros me queden un poco más holgados, sacar algo de tiempo para leer, no llegar a salir mojada de la ducha para darme cuenta de que no tengo toalla. Todo eso es el éxito para mí. Algo muy alejado a las personas que participan en un concurso de talentos. Apago el televisor sin entender muy bien qué mecanismos mueve el éxito para que, en demasiadas ocasiones, triunfen cosas que me resultan ajenas o contrarias a lo que a mí me gusta. Desde Mariano Rajoy a algunos premios literarios, pasando por una consulta ciudadana que eligió pintar un puente zaragozano de blanco y azul o Trump. Es fácil abrir grietas en el juicio al ganador, sí, porque escrutamos desde el otro lado. Desde el no ganar, aunque no signifique necesariamente perder. Me vuelvo a encontrar con el programa de televisión en las páginas del periódico. Se comenta la final de dicho programa. Yo sólo he visto dos minutos y no me he enterado de la polémica. Parece ser que en el programa participaba gente con algún talento reconocido como tal por el gran público, y luego gente que iba a demostrar su talento incomprendido. A mí me da mucha vergüenza las personas que se toman en serio y no son conscientes de su ridículo, pero me provoca mucha ternura aquellas que se ríen de los demás jugando al despiste con el absurdo. Eso es otro tema. Según recogía el periódico, uno de los finalistas era un bailarín de dudoso gusto estético y de cuestionables habilidades para el baile. Pero se colocó en la final gracias al apoyo de la audiencia. Es lo que pasa cuando dejas a la gente participar. Un miembro del jurado cuestionó un sistema de votación que pudiera hacer ganador a alguien así. Y, según contaba el artículo, esto movilizó a un ejército de internautas que comenzaron a hacer campaña en un conocido foro para que ganara el bailarín de danza desencajada. Y así pasó. Ganó la patada en la boca a quien se toma en serio el ridículo y solemniza con el éxito. Y a mí, que no sé de qué iba la película, siempre me da una especie de gusto infantil las causas que desmontan aplausos enlatados y le dan un golpe al éxito en pleno hueso de la risa. Lo que le ha faltado a Errejón para ganar su batalla a Pablo Iglesias ha sido Forocoches. Pero qué sabré yo de lo que mueve a la gente para hacer algo.Pepín Tre, dice, en muchas de sus actuaciones, que a él le daba igual ser un ser humano o un cefalópodo, porque él se iba a seguir levantando a las seis de la mañana para fumar. Pues eso.

Tirarse de un puente

Ver aquí el artículo publicado en la web del Periódico.

Si los demás se tiran de un puente, ¿tú también te tiras? Así se tejía la personalidad de una chica de barrio en los años ochenta. La frase le servía a mi padre para contestarme a las peticiones que trataba de justificar con una inercia grupal. Los padres de Ana le han comprado un walkman muy chulo, yo también lo quiero. Marta puede estar en la plaza hasta tarde, ¿por qué a mí no me dejas? El examen era muy difícil, hemos suspendido casi todos. Los padres de Ramón le dejan quedarse hasta tarde viendo la televisión. Todo se podía responder con la pregunta sobre tirarse del puente. Había otras variaciones, que se utilizaban, sobre todo, en los desacatos a la ley parental: Cuando seas mayor, comerás huevos y a ver si hasta las moscas van a fumar en pipa. Pero yo, ahora, me he vuelto a ver en ese puente que me decía mi padre, lanzándome al agua siguiendo a una manada de zombis. Mi magdalena de Proust ha sido una mediática periodista y sus declaraciones sobre la maternidad. Ha escrito un libro que pretende desmitificar la visión idílica que se trasmite sobre el hecho de ser madre. Esto ya me pone en alerta. Me provoca rechazo esta especie de iluminados sanadores que vienen a curar nuestra ignorancia. En las entrevistas que concede promocionando su libro habla de su frustración ante una maternidad que le supuesto un «sacrificio estratosférico», ya que «tener hijos es una pérdida de calidad de vida». Ella se ha propuesto contar la maternidad «de verdad», sin ocultar «la dureza, las dificultades extremas y los inconvenientes insoportables». Parece que, en lugar de hablar de los hijos, se está refiriendo a trabajar en las minas del coltán, durante veinte horas al día. Además, si ella tiene la verdad, es porque las demás somos madres de mentira. ¿No sientes la maternidad como un gulag asfixiante? Ah, pues eres una falsa. Me sorprende que se abandere la lucha contra un supuesto relato único expresando, al mismo tiempo, un relato único. La visión de la maternidad no es como nos lo habían contado, la maternidad es horrible, lo que pasa es que la gente no lo dice. ¿Quién eres tú para decidir cómo tenemos que vivir la maternidad las demás? Un discurso de calado no puede cobijarse en la generalización. Tener un hijo «destruye tu vida de la noche a la mañana». «Todas las parejas se han imaginado alguna vez tirando al niño por el balcón porque ya no pueden más». Así se lucha contra el patriarcado, los tópicos y los edulcorantes de la maternidad, sufriendo por tener hijos como si fueran hemorroides. Dice que se siente engañada con el relato que le habían contado sobre la maternidad. Me sorprende que su sentencia haya sido bien acogida por varias feministas. Supone asumir que nosotras, las mujeres empoderadas, somos presa fácil del engaño. Qué fiasco, te haces madre por impulso, por dejarte llevar, por la imagen que te habían vendido, y no por un deseo íntimo. Aquello de decidir por ti misma si te tiras por un puente.

Esquiar sin nieve

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El articulismo está hecho de vísceras. Los textos se escriben con lo que se te queda atascado en las tripas. Casi siempre con aquello que te duele o escuece. Nos encontramos con cosas que nos agradan. Leemos artículos o entrevistas interesantes. Le damos al «Me gusta» y seguimos viendo el resto de publicaciones. Rápido. En las polémicas nos detenemos. Las viralizamos. Nos enfadan. Lo contamos. Dejamos que nos manchen y lo ponemos todo perdido. Arrinconamos la belleza compartiendo un vómito tras otro. Como si nuestras vidas tuvieran más resacas que fiestas. Y sí, tenemos un mundo horrible en muchos de sus trozos. Tratamos de poner la voz como remache. Le rasgamos las junturas y volvemos a cosérselas de una forma menos fea. Siguen asesinando a mujeres, ocurre en todos los muros pero no en las portadas de los periódicos. No abre telediarios. Es complicado ponerle freno a golpe de clic. Un autobús, que nos habla chillando, se detiene en nuestras pantallas para agarrar bien fuerte nuestra indignación y que no se nos despiste. Los niños tienen pene. Las niñas tienen vagina. Sí, hay que rebelarse contra la intolerancia, pero no sé si también estaremos replicando el grito, amplificándolo. Hacer más grande el despropósito, embadurnar la actualidad de exclamaciones. Intentamos pararlo. Que no llegue al colegio de nuestras criaturas. Ya, también. La lucha hoy va armada de campañas de recogidas de firmas, emoticonos, redes sociales y chascarrillos. Hacer chistes es la mejor manera de desactivar lo solemne. No se dice guardería, se dice escuela infantil. Cuando Irene Montero y Hazte oír se enteren de que mi hija llama Pepe a su muñeca y tati a sus zapatos, me quitarán su custodia. Llamar a las cosas por su nombre. Está muy bien cuidar el lenguaje, pero. Este pero es tan grande como una guardería. También podemos detenernos en las estrecheces de la conciliación, en las pocas plazas de guarderías públicas, en la fragilidad del mercado laboral, en los embarazos como causa de despido... En todo eso. El eurodiputado Janusz Korwin-Mikke ha eructado que las mujeres debemos ganar menos dinero que los hombres porque somos «más débiles, más pequeñas, menos inteligentes». Ahí lo tenemos, un autobús de idiotez participando en la definición de la política europea. Y todavía no hemos generado los muros de contención que nos mantengan a salvo de algunas personas que gobiernan nuestros destinos.

Escribo todo esto y sigo manchando nuestros tiempos con relatos gastrointestinales. Relajemos el enfado. Me encuentro con Adrián Solano, un esquiador venezolano, que llegó al Mundial de Lahti sin haber pisado nunca la nieve. Compitió en esquí de fondo. Sólo había podido entrenar con patines. Le costaba mantenerse de pie sobre los esquís. La organización le obligó a retirarse sin completar la prueba. Lo importante es participar, dijo al acabar. Y ahora ya sé lo que es la nieve.